Dioniso
Cuando Dioniso es apenas un adolescente se enamora con aguda intensidad de Ámpelo, su compañero de juegos, cuya belleza mira con plenitud embelesada pero cuya ausencia lo vacía de tal manera que el dios de la alegría comienza a percibir los matices delirantes del deseo. Un día la terrible Fatalidad (Ate) aprovecha un paseo solitario de Ámpelo por las montañas y lo persuade de montar un peligroso toro que finalmente lo embiste y lo mata. Entonces Dioniso “el dios que nunca llora” (Nono), vierte sus primeras lágrimas. Esas lágrimas dan lugar a un maravilloso milagro: del cuerpo muerto del amado surge la vid (ámpelos en griego) que lleva en su seno el remedio que alivia las penas de la humanidad, el vino.
Como se sabe, sin dolor tampoco hay compasión. Para que Dioniso traiga los consuelos redentores de la bebida fermentada debe integrar antes esa dimensión de “dios sufriente” que reivindicaba Nietzsche. Dios sufriente y redentor, que es luz y tinieblas, en sintonía con el símbolo de Cristo, que como enseña Jung reúne en sí la polaridad de lo divino y lo satánico (sin el cual sufriría una pérdida notable). Pero el dios del vino da un paso más: introduce la locura en el corazón mismo de lo sagrado. La embriaguez disuelve los límites y barreras de la individualidad –por eso Dioniso está vinculado a las bacantes como conjunto, al cortejo demente, a la multitud, la orgía. Encarna la fiesta que rompe o transgrede el orden social, y puede decirse que es, en cierto sentido, un dios de la transgresión (“es una barrera derribada antes que un ser”, escribe Bataille). Sus enemigos son siempre conservadores del orden político y doméstico, y el castigo por despreciar el poder del dios loco los conduce a los finales más terribles: el rey Penteo, que pretende impedir que las mujeres le rindan culto, termina descuartizado y devorado por su propia madre; las hijas de Minias, buenas esposas y amas de casa que no quieren dejar sus hogares para bailar y emborracharse en el monte, enloquecen y matan al hijo de una de ellas. Frente a los guardianes del orden, Dioniso enseña que hay un orden mayor, que es el de la locura sagrada, que exige ser respetado.
Cuando es apenas un niño, Dioniso (Zagreo) es entregado por Hera a los titanes, quienes lo seducen con objetos fascinantes y, mientras el pequeño contempla su imagen en un espejo, lo descuartizan, lo cocinan y se lo comen; Zeus logra salvar el corazón, y a partir de él surge un segundo Dioniso. Este mito (central para el orfismo) se vincula al sacrificio y a la crueldad, a la sangre que los órficos evitarán y el dionisismo recordará a través de la omofagia: las bacantes tienen entre sus ritos descuartizar y comer animales crudos. Desgarrada la unidad, el dios se da la mano con la duplicidad, con la ambigüedad, y aún más, con la contradicción. Esa ambigüedad de lo sagrado que revela Dioniso integra la alegría y el dolor, la crueldad y la clemencia, la unidad y la dualidad, lo celeste y lo terrestre. Se trata de un símbolo del devenir, del ciclo creación-destrucción, de la unión vida-muerte, y también del conocimiento de esa unión, que es el conocimiento trágico, el que conoce las verdades desgarradoras (de velos). Para acceder a la sabiduría dionisíaca hará falta entonces un “talento para el sufrimiento” (Nietzsche), cierta fuerza para soportar esas verdades que conllevan un horror, que nos informan de la necesidad de asumir una violencia inerradicable, constitutiva de los actos fundamentales de la vida en que una unidad es desgarrada (nacer, comer, copular y aprender). La vida como experiencia del desgarro lleva en su seno la locura.


